Cuando Kim Jong Un se reunió con Vladimir Putin en Pekín a principios de septiembre, durante la celebración del 80.º aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial, el apretón de manos acaparó los titulares, pero el verdadero espectáculo tuvo lugar después. Cuando los líderes se marcharon, los ayudantes de Kim actuaron con precisión militar: limpiaron los reposabrazos, recogieron las mesas e incluso se llevaron el vaso que él había tocado.
No se trata de una mera obsesión por la limpieza: su ADN se trata como información estatal, un indicador de poder y control. Para Pyongyang, salvaguardar los rastros del líder es tan importante como la propia diplomacia, lo que revela las extremas medidas que toma el régimen para proteger sus secretos y mantener su autoridad.
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